Un desagravio

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Mañana, 27 de noviembre es el día del maestro. Este artículo, que se publicó hace algunos años,  que quería ser un desagravio a los maestros victimas de agresiones, es sobre todo un homenaje a los maestros.

Con demasiada frecuencia se producen agresiones a maestros y profesores que llenan de indignación a cualquier persona. Cuando tal cosa ocurre, uno no siempre sabe qué hacer y, normalmente, sólo se tiene el remedio de aguantar la rabia. Pero me he acordado de que en el manual de buenas costumbres que todas las personas decentes conocen, pese a que no está escrito en ninguna parte, se manda que si no se puede evitar una agresión, por lo menos se debe acudir a auxiliar al castigado, ayudarlo a levantarse del suelo, quitarle la tierra o el barro de la cara, restañar la sangre y auxiliarlo para que pueda componer su prestancia y porte.

Ya que no puedo evitar las agresiones, al menos quiero poner mi voz para que ésta ayude al hollado y agraviado a recuperar la compostura y el brillo que tan maltrechos suelen quedar tras las agresiones. En el espacio de este artículo no cabe todo lo que se puede decir. Pero sí da para subrayar especialmente tres elementos claves que sostienen la dignidad de su función.

En primer lugar porque con su trabajo diario llevan a cabo una tarea honorable. Esto de honorable no es un tópico. Una de las primeras cosas que les explico a mis alumnos de la Facultad es que el maestro, el profesor, recibe honorarios, no salarios. Les hago ver que las profesiones u oficios que reciben salarios se ocupan de cosas o asuntos cuantificables, que se pueden pagar en más o en menos porque los productos del trabajo se pueden contar o porque los mismos los pueden realizar unas u otras personas. Pero un médico o un maestro o un profesor (como los que ejercen muchas otras profesiones) recibe honorarios, esto es, una cantidad económica que le permita vivir con honor, porque la actividad que lleva a cabo no tiene precio, no se puede cuantificar. ¿Cómo se le paga al médico que nos devuelva la salud? ¿Cuánto dinero cuesta estar vivo, acostar a nuestros hijos, bromear con nuestros amigos, compartir proyectos de vida, poder seguir disfrutando del amor? Lo mismo ocurre con los docentes. Cuando enseñan las letras y los números habilitan a los niños para que tengan acceso a toda la literatura, a toda la poesía, a toda la historia, a todas las tablas, a todos los cálculos, a toda la ciencia que ha ido acumulando la humanidad. El trabajo es muy difícil porque hay que ligar a vidas anodinas y corrientes de chiquillos, a experiencias infantiles inocuas y vulgares, conocimientos, ciencias, poesías, pinturas, música. Se trata de que una poesía trabajada en clase no sea olvidada tan pronto se salga al recreo, y para ello el maestro, o el profesor de Literatura, hace prestar atención, hace caer en el profundo significado de sus palabras, en la belleza de sus imágenes, y a partir de ese momento el chico o la chica se siente un poco transformado, un poco mejor. Lo mismo ocurre con un hecho histórico o con un acontecimiento científico: al destacar el rasgo de coraje o de rebeldía, de sacrificio o de perseverancia, de desesperación profunda o de alegría por alcanzar algo muy difícil, se puede producir la conexión de ese episodio con la esfera más profunda y personal del alumno. ¡Qué buenos profesores y maestros han tenido aquellos que a los conocimientos, libros, piezas literarias, hechos históricos o científicos, etc., no los consideran ajenos o “rollos” sin sentido! ¡Qué gran docente es el que conecta los anhelos, las inquietudes, los deseos y aspiraciones de nobleza que surgen espontáneamente dentro de nosotros, con los productos intelectuales, morales y artísticos más selectos y elevados que ha producido la humanidad!

En segundo lugar, porque gobiernan esas pequeñas sociedades de laboratorio (las clases) para que se constituyan en el marco en el que el alumno va a sentir la pertenencia al grupo, la solidaridad, el compañerismo, la amistad. Ahí se van a erigir los primeros hábitos sociales y las primeras nociones de justicia, de perdón, de indulgencia, de aceptación. Esas incipientes sociedades son también el ámbito en que se juegan aspectos muy serios: la tolerancia a la frustración, el alcanzar el sentido de la propia posición, la percepción del juicio ajeno, el aprender a tomar decisiones y a comportarse de manera autónoma, el descubrir la vocación o, por lo menos, reunir los primeros cimientos del proyecto de una vida.

Por último, porque profesores y maestros tienen que resistirse a la demagogia, a no caer en la tentación fácil de enaltecer y aumentar la inconsciencia y la ignorancia infantil y juvenil, a no querer prestar el poco o mucho brillo de su cargo y autoridad a la inmadurez y a visiones parciales y carentes de perspectiva. Esto es lo más difícil: el profesor debe tomar sobre sí la responsabilidad de decidir sobre muchos aspectos de la vida del niño o el joven, y su referencia debe ser la decisión (u orientar hacia ella) que el niño tomaría si fuera un adulto formado y responsable. Me contaron algo de un compañero que vale por muchos tratados de Pedagogía: vino a saludarlo uno de sus antiguos alumnos, ya en la treintena, para darle las gracias “porque tomó sobre él, cuando era niño, las mismas decisiones que él ahora mismo hubiera tomado de haber vivido aquellas situaciones”.

¿Entienden los lectores la razón de la profunda repugnancia?

Jaime Martínez Montero. (Inspector de Educación)

[email protected]

Publicado el 4 de Diciembre de 2005 en la cadena de periódicos Joly.

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